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lunes, 14 de agosto de 2017

Vecinos – Raymond Carver

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
—Vámonos a la cama — dijo él.
—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad — dijo ella.
—Tuve que ir al baño — dijo él.
—Tienes tu propio baño — dijo ella.
—No me pude aguantar — dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?
—En un cajón — dijo ella.
—No bromeas — dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave — dijo él — Dámela.
—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.
—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.
—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

Una rosa para Emilia – William Faulkner

I

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mu­jeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
      La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
      Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
      la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
      Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
      Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
      Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
      No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
      Su voz fue seca y fría.
      —Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
      —De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
      —Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
      —Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos. . .
      —Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
      —Pero, señorita Emilia...
      —Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.

II

      Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si vol­ió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
      “Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
      Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
      —¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.
      —¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
      —No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
      Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
      —Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
      Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
      —Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
      —Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
      Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
      Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
      Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían com-padecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos..
      Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre..
      No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.

III

      La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
      Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
      Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:
      “¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.
      Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
      Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, recla­mara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
      —Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
      —Necesito un veneno —dijo.
      —¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
      —Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.
      El droguero le enumeró varios.
      —Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
      —Quiero arsénico. ¿Es bueno?
      —¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que de­sea...?
      —Quiero arsénico.
      El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
      —¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
      La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

IV

Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de do­mingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
      Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas —la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocu­rrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la es­posa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
      De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empeza­mos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
      Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
      Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
      Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En po­cos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
      Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
      Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
      Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oir hablar de ello.
      Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso na­die podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
      Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
      Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

V

      El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viej­os, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
      Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba..
      Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos..
      El hombre yacía en la cama..
      Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo..
      Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

Un día perfecto para el pez plátano – J.D. Salinger

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
       —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
       A través del auricular llegó una voz de mujer:
       —¿Muriel? ¿Eres tú?
       La chica alejó un poco el auricular del oído.
       —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
       —¿Estás bien, Muriel?
       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
       —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
       —¿Cuándo llegasteis?
       —No sé... el miércoles, de madrugada.
       —¿Quién condujo?
       —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
       —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
       —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
       —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
    hecho arreglar el coche?
       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
       —Muy bien—dijo la chica.
       —¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
       —No. Ahora tiene uno nuevo
       —¿Cuál?
       —Mamá... ¿qué importancia tiene?
       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
       —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
       —Lo tienes tú.
       —¿Estás segura?—dijo la chica.
       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
       —¡Pero está en alemán!
       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
       —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
       —Muriel, mira, escúchame.
       —Te estoy escuchando.
       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.
       —¿Sí?—dijo la chica.
       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
       —¿Y...?—dijo la chica.
       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
       —¿Quién? ¿Cómo se llama?
       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
       —Nunca lo he oído nombrar.
       —De todos modos, dicen que es muy bueno.
       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
       —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
       —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
       —Me he quemado toda, mamá, toda.
       —¡Qué horror!
       —No me voy a morir.
       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
       —Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
       —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
       —Bueno, ¿qué dijo?
       —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
       —¿Por que te hizo esa pregunta?
       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
       —¿El verde?
       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
       —Pero ¿qué dijo él? El médico.
       —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
       —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
       —No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
       —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
       —Bien. Le subí un poco las hombreras.
       —¿Cómo es la ropa este año?
       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
      —¿Y tu habitación?
       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
     camión.
       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
       —Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
       —¿Y no quieres volver a casa?
       —No, mamá.
       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
       —Mamá, esta llamada va a costar una for...
       —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
       —Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
       —¿Dónde está?
       —En la playa.
       —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
       —Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
       —No he dicho nada de eso, Muriel.
       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
       —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
       —Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
       —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
       —No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
       —Muriel, hazme caso.
       —Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
       —Muriel, quiero que me lo prometas.
       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
   
       —Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
       —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
       —Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
       —Estáte quieta, Sybil, cariño...
       —¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
       La señora Carpenter suspiró.
       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
       —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
       —¡Ah!, hola, Sybil.
       —¿Vas a ir al agua?
       —Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
       —¿Qué?—dijo Sybil.
       —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
       —No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
       —¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
       —¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
       —Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
       —¿En serio? Acércate un poco más.
       Sybil dio un paso adelante.
       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
       —¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
       —Necesita aire—dijo.
       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
       —¿Sharon Lipschutz dijo eso?
       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
       —Sí que podías.
       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
       —¿Qué?
       —Me imaginé que eras tú.
       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
       —Vayamos al agua—dijo.
       —Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
       —¿Que eche a quién?
       —A Sharon Lipschutz.
       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
       —¿Un qué?
       —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
       Los dos echaron a andar hacia el mar.
       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
       Sybil negó con la cabeza.
       —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
       —No sé—dijo Sybil.
       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
       —Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
       Sybil lo miró:
       —Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
       Sybil soltó el pie:
       —¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
       —Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
       —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
       —No eran más que seis—dijo Sybil.
       —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
       —¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
       —¿Si me gusta qué?
       —La cera.
       —Mucho. ¿A ti no?
       Sybil asintió con la cabeza:
       —¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
       —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
       —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
       Sybil no dijo nada.
       —Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
       —Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
       —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
       —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
       —No veo ninguno—dijo Sybil.
       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
       Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
       —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
       Ella negó con la cabeza.
       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
       —No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
       —¿Qué pasa con quiénes?
       —Con los peces plátano.
       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
       —Sí—dijo Sybil.
       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
       —¿Por qué?—preguntó Sybil.
       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
       —Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
       —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
       —Acabo de ver uno.
       —¿Un qué, amor mío?
       —Un pez plátano.
       —¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
       —Sí—dijo Sybil—. Seis.
       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
       —¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
       —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
       —¡No!
       —Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
       En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
       —Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
       —¿Cómo dice?—dijo la mujer.
       —Dije que veo que me está mirando los pies.
       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
       —Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
       —Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
       —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.