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sábado, 19 de agosto de 2017

El modelo millonario - Oscar Wilde

De nada sirve ser un hombre encantador si uno carece de fortuna. La vida idílica es un privilegio de los ricos y no la profesión de los sin trabajo. Los pobres deberían ser prácticos y prosaicos. Es preferible disponer de una renta permanente que ser fascinador. Éstas son las grandes verdades de la vida moderna que Hughie Erskine jamás pudo asimilar. ¡Pobre Hughie! Es preciso reconocer que, desde el punto de vista intelectual, no tenía gran importancia. Jamás había dicho una frase brillante o una palabra mal intencionada en su vida, pero, eso sí, era guapísimo, con su cabello color castaño y rizado, su perfil clásico y sus ojos grises. Era tan popular entre los hombres como entre las mujeres y poseía toda clase de cualidades, excepto la de hacer dinero.

Su padre le había legado su sable de caballería y una Historia de la Guerra Peninsular, en quince tomos. Hughie colgó el sable encima de su espejo y colocó la Historia en una estantería, entre el Ruffs Guide y Bailey's Magazine, y vivió con doscientas libras de renta que le pasaba una anciana tía.

Lo había intentado todo. Fue a la Bolsa durante seis meses; pero ¿qué podía hacer una mariposa entre animales de presa y ataque? Fue comerciante de té por espacio de unos meses más, pero pronto se cansó del tipo pekoe y del souchong. Luego trató de vender jerez seco, pero sin éxito; el jerez era demasiado seco. Y por último se dedicó a no ser nada, es decir, a ser simplemente un joven delicioso, inútil, de perfil perfecto y ninguna profesión.

Como si no fuera suficiente su desgracia, se enamoró. La muchacha que amaba se llamaba Laura Merton, hija de un coronel retirado que había perdido la paciencia y el estómago en la India, sin conseguir volver a encontrar ni una cosa ni otra. Laura adoraba al joven, y él estaba siempre dispuesto a besar la punta de sus zapatos. Formaban la pareja más hermosa de Londres, aunque entre los dos no reunían ni un penique. El coronel sentía gran afecto por Hughie, pero no quería ni oír hablar de compromiso.

- Ven a verme, hijo mío, cuando tengas diez mil libras tuyas, y entonces veremos - solía decirle, y Hughie se sentía tristísimo en aquellas ocasiones y necesitaba de Laura para consolarse.

Una mañana, camino de Holland Park, donde vivían los Merton, entró a visitar a un amigo suyo, Alan Trevor. Éste era pintor. La verdad es que, hoy día, pocos escapan a esta fiebre. Pero él era además un artista, y los artistas son más bien escasos. Personalmente era un tipo raro y arisco, pecoso y con una barba roja y enmarañada. No obstante, tan pronto cogía un pincel, se transformaba en un verdadero maestro y sus cuadros eran solicitadísimos. Al principio se había sentido atraído por Hughie, aunque hay que reconocerlo, solamente por su encanto personal.

- Las únicas personas que un pintor debería conocer son aquellas que fueran tontas y bellas - solía decir -, esas cuya contemplación produce un placer artístico y cuya conversación es un descanso intelectual. Los hombres deliciosos y las mujeres coquetas gobiernan el mundo, o, por lo menos, deberían gobernarlo.

No obstante, cuando conoció del todo a Hughie, terminó queriéndole también por su carácter alegre, impulsivo y generoso, permitiéndole la entrada permanente en su estudio.

Cuando Hughie entró aquel día se encontró con Trevor dando los últimos toques a un cuadro maravilloso, representando a un mendigo en tamaño natural. El mendigo en persona estaba de pie en una tarima en un rincón del estudio. Era un viejo consumido, con un rostro de pergamino arrugado y una expresión lastimera. Sobre sus hombros llevaba una capa parda de paño burdo, llena de desgarrones y agujeros; sus claveteados zapatones estaban llenos de parches, y con una mano se apoyaba en un garrote, mientras con la otra alargaba su deformado sombrero en actitud de pedir limosna.

- ¡Qué soberbio modelo! - murmuró Hughie estrechando la mano de su amigo.

- ¿Soberbio? - repitió Trevor exaltado -. ¡Ya puedes decirlo! Uno no se encuentra todos los días con mendigos de este tipo. Una trouvaille, mon cher, un Velázquez en carne y hueso. ¡Cielos, qué boceto habría sacado Rembrandt de este hombre!

- ¡Pobrecillo! - se compadeció Hughie -. ¡Qué desgraciado parece! Aunque me figuro que para vosotros los pintores su rostro representa una fortuna.

- Claro - contestó Trevor -; no vais a desear que un mendigo tenga el aspecto feliz, ¿verdad?

- ¿Cuánto gana un modelo por sesión? - preguntó Hughie sentándose cómodamente en un diván.

- Un chelín por hora.

- ¿Y cuánto cobras por el cuadro, Alan?

- ¡Oh!, por éste, dos mil.

- ¿Libras?


- No, guineas. Los pintores, los poetas y los médicos cobramos siempre por guineas.

- Pues creo que el modelo debería tener un tanto por ciento - rió Hughie -, ya que trabaja tanto como tú.

- ¡Tonterías, tonterías! Fíjate en el trabajo que representa solamente extender el color y estar todo el día de pieante un caballete. Puedes decir lo que quieras, Hughie, pero yo te aseguro que en ciertos momentos el arte llega a alcanzar la dignidad de un trabajo manual. Pero, por favor, no me hables; estoy muy ocupado. Fúmate un cigarrillo y estáte quieto.

Un momento después entró el criado para decir a Trevor que el hombre de los marcos quería hablar con él.

- No te marches, Hughie - le dijo antes de salir vuelvo enseguida.

El viejo mendigo aprovechó la ausencia de Trevor para sentarse un momento en un banquillo de madera que tenía detrás. Tenía un aspecto tan abatido y miserable que Hughie se compadeció de él y rebuscó en sus bolsillos para ver qué dinero tenía. Sólo encontró un soberano y calderilla. «Pobrecillo - se dijo -; todavía lo necesita más que yo, aunque, claro, esto representará ir a pie durante quince días.» Y, cruzando el estudio, deslizó el soberano en la mano del mendigo.

El viejo se estremeció y una leve sonrisa iluminó sus resecos labios.

- Gracias, señor - dijo -. Gracias.

Al poco rato llegó Trevor, y Hughie se despidió, un poco azorado por lo que acababa de hacer.

Pasó el día con Laura, soportó una amable regañina por su liberalidad y tuvo que volver a pie a su casa.

Aquella misma noche entró en el Palette Club alrededor de las once y se encontró a Trevor en el salón de fumar, ante un vaso de vino del Rin y seltz.

- Hola, Alan, ¿pudiste terminar el cuadro? - preguntó encendiendo un cigarrillo.

- ¡Terminado y con marco, muchacho! - contestó Trevor -. Y, a propósito, has hecho una conquista: el viejo modelo que viste se ha encariñado contigo. Tuve que contarle toda tu vida y milagros..., quién eres, dónde vives, qué renta tienes, qué proyectos...

- ¡Pero, Alan - exclamó Hughie -, de seguro que me lo encontraré esperándome en la puerta de casa! ¡Bueno, estás hablando en broma, pobrecillo! ¡Ojalá pudiera hacer algo por él! Encuentro espantoso que uno pueda llegar a ser tan desgraciado. Tengo montañas de ropa vieja en mi casa... ¿Crees que le vendría bien que se la diera? Puede que sí; lo que llevaba puesto estaba hecho trizas.

- Pero esos harapos le sentaban maravillosamente - objetó Trevor -. No le pintaría vestido de frac por ningún precio. Lo que tú llamas harapos, yo lo llamo fantasía. Lo que a ti te parece pobreza, yo lo llamo pintoresquismo. Sin embargo, le hablaré de tu ofrecimiento.

- Alan - dijo Hughie gravemente -, vosotros los pintores no tenéis corazón.

- El corazón de un artista está en su cabeza; además, nosotros tenemos la obligación de representar el mundo tal como lo vemos, no reformarlo según sabemos de él. A chacun son metier. Y ahora, dime: ¿qué tal está Laura?

El viejo modelo estaba interesadísimo por ella.

- ¡No me digas que le has hablado de ella!

- Claro que sí. Está enterado de todo lo referente al inflexible coronel, a la preciosa Laura y a las diez mil libras.

- ¿Contaste al mendigo mis asuntos particulares? - exclamó Hughie con el rostro enrojecido por la ira.

- Hijo mío - dijo Trevor sonriente -, ese viejo mendigo, como tú le llamas, es uno de los hombres más ricos de Europa. Podría comprar todo Londres, mañana mismo, sin agotar su cuenta corriente. Tiene una casa en cada capital, come en vajilla de oro y puede impedir la guerra de Rusia en el momento que juzgue conveniente.

- ¿Qué demonios quieres decir? - gritó Hughie.

- Lo que te estoy diciendo. El viejo que has visto hoy en el estudio era el barón Hausberg. Es un gran amigo mío, compra todos mis cuadros y demás y hace un mes me encargó que le pintara de mendigo. Que voulez-vous? La fantaisie d'un millionnaire! Y debo decir que estaba imponente con sus andrajos, o quizá sería mejor que dijera con los míos; es un traje viejo que adquirí en España.

- ¡El barón Hausberg! - gimió Hughie -. ¡Dios santo! ¡Y le di un soberano!

Y se hundió en su sillón, desalentado.


- ¿Que le diste un soberano? - gimió Trevor, e inmediatamente se echó a reír a carcajadas -. Hijo de mi vida, no volverás a verlo nunca más. Son affaire c'est l'argent des autres!

- Podías habérmelo advertido, Alan - protestó Hughie -, en vez de dejar que me portara como un estúpido.

- Pues, en primer lugar, Hughie, jamás hubiera creído que anduvieras repartiendo limosnas con esa extravagancia. Comprendo que beses a una modelo bonita, pero que des una moneda de oro a uno tan feo..., por Dios que no. Además, la verdad es que hoy no estaba en casa para nadie, y cuando entraste ignoraba si Hausberg quería o no que se supiera quién era en realidad. Como viste, no iba vestido para una visita.

- ¡Me habrá tomado por un imbécil!

- ¡Nada de eso! Estaba encantado contigo, y me lo dijo tan pronto te fuiste; se reía y se frotaba las manos. No comprendía por qué estaba tan interesado en saber todo lo referente a ti, pero ahora lo comprendo. Invertirá ese soberano en tu nombre, y todos los meses te mandará los intereses y además tendrá una historia magnífica que contar en las cenas.

- Soy un desgraciado - se lamentó Hughie -; lo mejor que puedo hacer es irme a la cama. Por favor, Alan, no se lo digas a nadie; no me atrevería a pasearme por High Park.

- ¡Qué tontería! Pero si esto hace honor a tu espíritu filantrópico, Hughie... Y no te vayas. Fúmate otro cigarrillo y háblame todo lo que quieras de Laura.

Sin embargo, Hughie no quiso quedarse, sino que se fue a pie hasta su casa, sintiéndose muy desgraciado y dejando a Alan Trevor muerto de risa.

A la mañana siguiente, mientras se desayunaba, el criado le entregó una tarjeta que decía: «Monsieur Gustave Naudin, de la part de M. le Baron Hausberg.» «Me figuro que habrá venido a pedirme explicaciones», se dijo Hughie, y ordenó al criado que le hiciera pasar.
Y entró un anciano caballero con gafas de montura de oro y cabello gris, que le dijo, con un ligero acento francés:

- ¿Tengo el honor de hablar con monsieur Erskine?
Hughie se inclinó.

- He venido de parte del barón Hausberg - prosiguió -. El barón...

- Le ruego, señor, que le presente mis más sinceras excusas - tartamudeó Hughie.

- El barón - anunció el anciano caballero con una sonrisa - me ha encargado que le entregue esta carta.

Y le ofreció un sobre lacrado. En el sobre estaba escrito: «Un regalo de boda a Hugh Erskine y a Laura Merton, de parte de un viejo mendigo», y dentro había un cheque por diez mil libras esterlinas.

Cuando se casaron, Alan Trevor fue padrino y el barón Hausberg hizo un discurso durante la comida de bodas.
- Los modelos millonarios - observó Alan - son rarísimos, pero, ¡por Júpiter, que los millonarios modelo son todavía más raros!

El famoso cohete - Oscar Wilde

El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general.

Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.

Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesa iba acostada entre las alas del cisne.

Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre.

Era tan pálida, que al pasar por las calles, quedábanse admiradas las gentes.

-Parece una rosa blanca -decían.

Y la echaban flores desde los balcones.

A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino.

Al verla, hincó una rodilla en tierra y besó su mano.

-Vuestro retrato era bello -murmuró-, pero vos sois más bella que vuestro retrato.

Y la princesita se ruborizó.

-Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una rosa roja.

Y toda la corte se quedó extasiada.

Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:

-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!

Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.

Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.

Transcurridos aquellos tres días, celebráronse las bodas.

Fue una ceremonia magnífica.

Los recién casados pasaron cogidos de la mano, bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas.

Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas.

El príncipe y la princesa, sentados al extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. Únicamente los verdaderos enamorados podían beber en esa copa, porque si la tocaban unos labios falsos, el cristal se empañaba, quedándose gris y manchoso.

-Es evidente que se aman -dijo el pajecillo-. Resultan tan claros como el cristal.

Y el rey volvió a doblarle la paga.

-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos.

Después del banquete hubo baile.

Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta.

La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo gritaba:

-¡Delicioso! ¡Encantador!

El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar exactamente a media noche.

La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los recursos de su arte el día del casamiento de la princesa.

-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella al príncipe, mientras se paseaban por la terraza.

-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los prefiero a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a empezar a brillar y son además tan agradables como la música de mi flauta. Ya veréis.., ya veréis...

Así pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín real, y no bien acabó de prepararlo todo el pirotécnico real, cuando los fuegos artificiales se pusieron a charlar entre sí.

-El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño buscapiés-. Mirad esos tulipanes amarillos. ¡A fe mía, ni aun siendo petardos de verdad, podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los prejuicios que haya podido uno conservar.

-El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres días para recorrerlo por entero.

-Todo lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino y muy orgullosa de su corazón destrozado- pero el amor no está de moda; los poetas lo han matado. Han escrito tanto sobre él, que nadie les cree ya, cosa que no me extraña. El verdadero amor sufre y calla... Recuerdo que yo misma, una vez.., pero no se trata de eso aquí. El romanticismo es algo del pasado.

-¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! Realmente, los recién casados se aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente a ellos esta mañana por un cartucho de papel oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que sabe las últimas noticias de la corte.

Pero la rueda meneó la cabeza.

-¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! -murmuró.

Era una de esas personas que creen que repitiendo una cosa cierto número de veces, acaba por ser verdad.

De pronto oyóse una tos fuerte y seca y todos miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un palo. Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la atención.

-¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó.

Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la pobre rueda, que seguía moviendo la cabeza y murmurando:

-¡El romanticismo ha muerto!

-¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo.

Tenía algo de político y había tomado siempre parte importante en las elecciones locales. Por eso conocía las frases empleadas en el Parlamento.

-¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se volvió a dormir.

No bien se restableció por completo el silencio, el cohete tosió por la tercera vez y comenzó. Hablaba con una voz clara y lenta, como si dictase sus memorias, y miraba siempre por encima del hombro a la persona a quien se dirigía. Realmente, tenía unos modales distinguidísimos.

-¡Qué feliz es el hijo del rey -observó- por casarse el mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte.

-¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era precisamente lo contrario y que era vos a quien se disparaba en honor del príncipe.

-Ése quizás sea vuestro caso -replicó el cohete-. Casi diríase que estoy seguro de ello; pero en cuanto a mí, es ya diferente. Soy un cohete distinguido y desciendo de padres igualmente distinguidos. Mi madre era la girándula más célebre de su época. Tenía fama por la gracia de su danza. Cuando hizo su gran aparición en público, dio diecinueve vueltas antes de apagarse, lanzando por el aire siete estrellas rojas a cada vuelta. Tenía tres pies y medio de diámetro y estaba fabricado con pólvora de la mejor. Mi padre era cohete como yo y de origen francés. Volaba tan alto, que la gente temía que no volviese a descender. Descendía, sin embargo, porque era de excelente constitución e hizo una caída brillantísima, en forma de lluvia, de chispas de oro. Los periódicos se ocuparon de él en términos muy halagüeños, y hasta la Gaceta de la Corte dijo que "señalaba el triunfo del arte pilotécnico".

-Pirotécnico, pirotécnico querréis decir -interrumpió una bengala-. Sé que es pirotécnico porque he visto la palabra escrita sobre mi caja de hoja de lata.

-Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en tono severo.

Y la bengala se quedó tan apabullada, que empezó inmediatamente a mortificar a los buscapiés pequeños para demostrar que ella también era persona de bastante importancia.

-Decía yo... -prosiguió el cohete-, decía yo... ¿qué es lo que yo decía?

-Hablabais de vos mismo -repuso la candela romana.

-Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa interesante cuando he sido tan groseramente interrumpido. Odio la grosería y las malas maneras, porque soy extremadamente sensible. No hay nadie en el mundo tan sensible como yo, estoy seguro de ello.

-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la candela romana.

-Una persona que porque tiene callos pisa siempre los pies a los demás -respondió la candela en un débil murmullo.


Y el petardo casi estalló de risa.

-¡Perdón! ¿De qué os reís? -preguntó el cohete-. Yo no me río.

-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.

-Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con ira-. ¿Qué derecho tenéis para ser feliz? Debierais pensar en los demás, debierais pensar en mí. Yo pienso siempre en mí y creo que todo el mundo debía hacer lo mismo. Eso es lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud y yo la poseo en alto grado. Suponed, por ejemplo, que me sucediese algún percance esta noche. ¡Qué desgracia para todo el mundo! El príncipe y la princesa no podrían ya ser felices: se habría acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey, creo que no podría soportarlo. Realmente, cuando empiezo a pensar en la importancia de mi papel, me emociono hasta casi llorar.

-Si queréis agradar a los demás -exclamó la candela romana-, haríais mejor en manteneros en seco.

-¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no estaba de muy buen humor-, eso es sencillamente de sentido común.

-¿Creéis que es de sentido común? -replicó el cohete indignado-. Olvidáis que yo no tengo nada común y que soy muy distinguido. ¡A fe mía todo el mundo puede tener sentido común con tal de carecer de imaginación! Pero yo tengo imaginación, porque nunca veo las cosas como son. Las veo siempre muy diferentes de lo que son. En cuanto a eso de mantenerme en seco, es que no hay aquí, con toda seguridad, nadie que sepa apreciar a fondo un temperamento delicado. Afortunadamente para mí, no me importa nada. La única cosa que le sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la enorme inferioridad de sus semejantes y éste es un sentimiento que he mantenido siempre en mí. Pero ninguno de vosotros tiene corazón. Gritáis y os regocijáis como si el príncipe y la princesa no estuviesen celebrando sus bodas.

-¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y por qué no? Es una alegre ocasión y cuando estalle yo en el aire pienso cumunicárselo a todas las estrellas. Ya veréis cómo brillarán cuando las hable de la bella recién casada.

-¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo el cohete-, pero no me esperaba yo menos. No hay nada en vos. Sois hueco y vacío. ¡Bah! Quizás el príncipe y la princesa se vayan a vivir en un país en que haya un río profundo, quizás tengan un solo hijo, un pequeñuelo de pelo rizado y de ojos violeta como los del príncipe. Quizás vaya algún día a pasearse con su nodriza. Quizás la nodriza se duerma debajo de un gran sauce. Quizás el niño se caiga al río y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! ¡ Los pobres perder su hijo único! Es terrible, realmente. No podré soportarlo nunca.

-Pero no han perdido su hijo único -dijo la candela romana-. No les ha sucedido ninguna desgracia.

-No he dicho que les haya sucedido -replicó el cohete-. He dicho que podía sucederles. Si hubiesen perdido a su hijo único, sería inútil decir nada sobre el suceso. Detesto a las personas que lloran por su cántaro de leche roto. Pero cuando pienso que han perdido a su hijo único, me siento verdaderamente tristísimo.

-Ya lo veo -exclamó la bengala-. Realmente sois la persona más afectada que he visto en mi vida.

-Y vos la persona más grosera que he conocido -dijo el cohete-. No podéis comprender mi afecto por el príncipe.

-¡Bah! Ni siquiera le conocéis... -chisporroteó la candela romana.

-No, nunca dije que le conociera -respondió el cohete-. Me atrevo a decir que si lo conociese no seria de ningún modo amigo suyo. Es cosa peligrosa conocer uno a sus amigos.

-Mejor haríais en manteneros en seco -dijo el globo de fuego-. Eso es lo más importante.

-Para vos no dudo que será importantísimo -respondió el cohete-. Pero yo lloraré si me viene en gana.

Y el coheté estalló en lágrimas que corrieron sobre su vara en gotas de lluvia, ahogando casi a dos pequeños escarabajos que pensaban precisamente en fundar una familia y buscaban un bonito sito seco para instalarse.

-Debe tener un temperamento verdaderamente romántico, pues llora cuando no hay por qué llorar -dijo la rueda.

Y lanzando un profundo suspiro, se puso a pensar en la caja de madera.

Pero la candela romana y la bengala estaban indignadas. Gritaban con toda su fuerza:

-¡Pamplinas! ¡Pamplinas!

Eran muy prácticas, y cuando se oponían a algo lo denominaban pamplinas.

Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y las estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una música.

El príncipe y la princesa dirigían el baile. Bailaban tan bien que los pequeños lirios blancos echaban un vistazo por la ventana contemplándolos, y las grandes amapolas rojas movían la cabeza, llevando el compás.

En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego las doce, y a la última campanada de media noche, todo el mundo fue a la terraza y el rey hizo llamar al pirotécnico real.

-Empezad los fuegos artificiales-dijo el rey. Y el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se dirigió al fondo del jardín. Tenía seis ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha encendida sujeta a la punta de una larga pértiga.

Fue realmente una soberbia irradiación de luz.

-¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda que empezó a girar.

-¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana. Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas colorearon todo de rojo.

-¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se elevaba haciendo llover chispitas azules.

-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que se divertían muchísimo.

Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete. Estaba tan húmedo por haber llorado que no pudo arder. Lo mejor que había en él era la pólvora y ésta se hallaba tan mojada por las lágrimas que estaba inservible. Toda su pobre parentela, a la que no se dignaba hablar sin una sonrisa despectiva, produjo un gran alboroto por el cielo, como si fuesen magníficos ramilletes de oro floreciendo en fuego.

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte.

Y la princesita reía de placer.

-Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-. Indudablemente es eso.

Y miraba a su alrededor con aire más orgulloso que nunca.

Al día siguiente, vinieron los obreros a colocarlo todo de nuevo en su sitio.

-Evidentemente es una comisión -se dijo el cohete- Los recibiré con una tranquila dignidad.

Y engallándose empezó a fruncir las cejas como si pensase en algo muy importante. Pero los obreros no se dieron cuenta de su presencia hasta dejarlo atrás.

Entonces uno de ellos le vio.

-¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete!

Y le tiró al paso por encima del muro.

-¡Mal cohete! ¡Mal cohete! -dijo éste girando por el aire-. ¡Imposible! Famoso cohete, eso es lo que han querido decir. Mal y famoso suenan para mí casi lo mismo, y a veces ambas cosas son idénticas.

Y cayó en el lodo.

-No es esto muy cómodo -observó-, pero sin duda es algún balneario de moda a donde me han enviado para que reponga mi salud. Mis nervios están muy desgastados y necesito descanso.

Entonces una ranita de ojillos brillantes y de traje verde moteado, nadó hacia él.

-Ya veo que es un recién llegado -dijo la rana-. ¡Bueno! Después de todo no hay nada como el fango. Dadme un tiempo lluvioso y un hoyo y soy completamente feliz... ¿Creéis que la tarde será calurosa? Así lo espero, porque el cielo está todo azul y despejado. ¡Qué lástima!

-¡Ejem! ;Ejem! -profirió el cohete tosiendo.

-¡Qué voz más deliciosa tenéis! -gritó la rana-. Parece el croar de una rana y croar es la cosa más musical del mundo. Ya oiréis nuestros coros esta noche. Nos colocamos en el antiguo estanque de los patos junto a la alquería y en cuanto aparece la luna, empezamos. El concierto es tan sublime que todo el mundo viene a oírnos. Ayer, sin ir más lejos, oí a la mujer del colono decir a la madre que no pudo dormir ni un segundo durante la noche por nuestra causa. Es muy agradable ver lo popular que es una.

-¡Ejem! ;Ejem! -dijo el cohete.

Estaba muy molesto de no poder salir de su mutismo.

-¡Sí, una voz deliciosa! -prosiguió la rana-. Espero que vendréis al estanque de los patos. Voy a echar un vistazo a mis hijas. Tengo seis hijas soberbias y me inquieta mucho que el sollo tope con ellas... Es un verdadero monstruo y no sentiría el menor escrúpulo en jamárselas. Así es que ¡adiós! Me agrada mucho vuestra conversación, os lo aseguro.

-¿Y llamáis conversación a esto? -dijo el cohete-. Habéis charlado vos sola todo el rato. Eso no es conversación.

-Alguien tiene que escuchar siempre -replicó la rana-, y a mí me gusta llevar la voz cantante en la conversación. Así se ahorra tiempo y se evitan disputas.

-Pues a mí me gusta la discusión -dijo el cohete.

-No lo creo -replicó la rana con aire compasivo-. Las discusiones son completamente vulgares, porque en la buena sociedad todo el mundo tiene exactamente las mismas opiniones. Adiós otra vez. Veo a mis hijas allá abajo.

Y la ranita se puso a nadar nuevamente.


-Sois una persona antipática -dijo el cohete-, y mal educada. Detesto a las gentes que hablan de sí mismas como vos, cuando necesita uno hablar de uno mismo, como en mi caso. Eso es lo que se llama egoísmo y el egoísmo es una cosa aborrecible, sobre todo para los que son como yo, pues bien conocen todos mi carácter simpático. Debierais tomar ejemplo de mí. No podríais encontrar un modelo mejor. Ahora que tenéis esa oportunidad, aprovechadla sin tardanza, porque voy a volver a la corte en seguida. Soy muy estimado en la corte. Ayer , el príncipe y la princesa se casaron en mi honor. Seguramente no estaréis enterada de nada de esto, ¡como sois provinciana!

-¡No os molestéis en hablarle! -dijo una libélula posada en la punta de una espadaña-. Se ha ido.

-Bueno, ¡ella se lo pierde y no yo! No voy a dejar de hablarle, sólo porque no me escuche. Me gusta oirme hablar. Es uno de mis mayores placeres. Sostengo a menudo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan profundo, que a veces no comprendo ni una palabra de lo que digo.

-Entonces debéis ser licenciado en filosofía -dijo la libélula.

Y desplegando sus lindas alas de gasa, se elevó hacia el cielo.

-¡Qué necedad demuestra al no quedarse aquí! -dijo el cohete-. Estoy seguro de que no habrá tenido muy a menudo la oportunidad de educar su espíritu; aunque después de todo me es igual. Un genio como el mío será apreciado con toda seguridad algún día.

Y se hundió un poco más en el fango.

Pasado un rato, una gran pata blanca nadó hacia él. Tenía las patas amarillas, los pies palmeados y la consideraban como una gran belleza por su contoneo.

-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué tipo más raro tenéis! ¿Puedo preguntaros si habéis nacido aquí o si es de resultas de algún accidente?

-¡Cómo se ve que habéis vivido siempre en el campo! De otro modo sabríais quién soy. Sin embargo, disculpo vuestra ignorancia. Sería descabellado querer que los demás fueran tan extraordinarios como uno mismo. Sin duda os sorprenderá saber que vuelo por el cielo y que caigo en una lluvia de chispas de oro.

-No lo considero muy estimable -dijo la pata-, pues no veo en qué puede ser eso útil a nadie. ¡Ah! Si araseis los campos como un buey; si arrastraseis un carro como el caballo; si guardaseis un rebaño como el perro del ganado, entonces ya sería otra cosa.

-Buena mujer -dijo el cohete con tono muy altivo-, veo que pertenecéis a la clase baja. Las personas de mi rango no sirven nunca para nada. Tenemos un encanto especial y con eso basta. Yo mismo no siento la menor inclinación por ningún trabajo y menos aún por esa clase de trabajos, que enumeráis. Además, siempre he sido de opinión que el trabajo rudo es simplemente el refugio de la gente que no tiene otra cosa que hacer en la vida.

-¡Bien, bien! -dijo la pata, que era de temperamento pacífico y no reñía nunca con nadie-. Cada cual tiene gustos diferentes. De todas maneras, deseo que vengáis a establecer aquí vuestra residencia.

-¡Nada de eso! -exclamó el cohete-. Soy un visitante, un visitante distinguido y nada más. El hecho es que encuentro este sitio muy aburrido. No hay aquí ni sociedad ni soledad. Resulta completamente de barrio bajo... Volveré seguramente a la corte, pues estoy destinado a causar sensación en el mundo.

-Yo también pensé en entrar en la vida pública -observó la pata-. ¡Hay tantas cosas que piden reforma! Así pues, presidí, no hace mucho, un mitin en el que votamos unas proposiciones condenando todo lo que nos desagradaba. Sin embargo, no parecen haber surtido gran efecto. Ahora me ocupo de cosas domésticas y velo por mi familia.

-Yo he nacido para la vida pública y en ella figuran todos mis parientes, hasta los más humildes. Allí donde aparecemos, llamamos extraordinariamente la atención. Esta vez no he figurado personalmente, pero cuando lo hago, resulta un espectáculo magnifico. En cuanto a las cosas domésticas, hacen envejecer y apartan el espíritu de otras cosas más altas.

-¡Oh, qué bellas son las cosas altas de la vida! -dijo la pata-. ¡Esto me recuerda el hambre que tengo!

Y la pata volvió a nadar por el río, continuando sus ¡cuac... cuac... cuac...!

-¡Volved, volved! -gritó el cohete-. Tengo muchas cosas que deciros.

Pero la pata no le hacia caso ninguno.

-Me alegro de que se haya ido. Tiene realmente un espíritu mediocre.

Y hundiéndose un poco más en el fango, empezaba a reflexionar en la belleza del genio, cuando de repente dos chiquillos con blusas blancas llegaron al borde de la cuneta con un caldero y unos leños.

-Ésta debe ser la comisión -dijo el cohete. Y adoptó una digna compostura.

-¡Oh! -gritó uno de ellos-. Mira este palo viejo. ¡Qué raro es que haya venido a parar aquí!

Y sacó el cohete de la cuneta.

-¡Palo viejo! -refunfuñó el cohete-. ¡Imposible! Habrá querido decir palo precioso. Palo precioso es un cumplido. Me toma por un personaje de la corte.

-¡Echémosle al fuego! -dijo el otro muchacho-. Así ayudará a que hierva la caldera.

Amontonaron los leños, colocaron el cohete sobre ellos y prendieron fuego.

-¡Magnífico! gritó el cohete-. Me colocan a plena luz. Así todos me verán.

-Ahora vamos a dormir! -dijeron los niños-, y cuando nos despertemos estará ya hirviendo la caldera.

Y acostándose sobre la hierba cerraron los ojos. El cohete estaba muy húmedo. Pasó un buen rato antes de que ardiese. Sin embargo, al fin, prendió el fuego en él.

-¡Ahora voy a partir! -gritaba.

Y se erguía y se estiraba.

-Sé que voy a subir más alto que las estrellas, más alto que la luna, más alto que el sol. Subiré tan arriba que...

-¡Fisss! ¡Fisss! ¡Fisss!

Y se elevó en el aire.

-¡Delicioso! -gritaba-. Seguiré subiendo así siempre. ¡Qué éxito tengo!

Pero nadie le veía.

Entonces comenzó a sentir una extraña impresión de hormigueo.

-¡Voy a estallar! -gritaba-. Incendiaré el mundo entero y haré tanto ruido, que no se hablará de otra cosa en un año.

Y, en efecto, estalló.

-¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! -hizo la pólvora. La pólvora no podía hacer otra cosa.

Pero nadie oyó, ni siquiera los dos muchachos que dormían profundamente.

No quedó del cohete más que el palo que cayó sobre la espalda de una oca que daba su paseo alrededor de la zanja.

-¡Cielos! -exclamó-. ¡Ahora llueven palos!

Y se tiró al agua.

-¡Me parece que he causado una gran sensación! -musitó el cohete.

Y expiró.

El amigo fiel - Oscar Wilde

Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola larga, que parecía una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque, como si fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la cabeza bajo el agua.

-Nunca podréis codearos con la alta sociedad, a menos que aprendáis a manteneros bajo el agua -les repetía machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.

Pero los patitos no prestaban atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas de pertenecer a la sociedad.

-¡Qué chiquillos más desobedientes! -gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente merecen ser ahogados.

-¡Qué cosas dice usted! -respondió la Pata-. Nadie nace enseñado y a los padres no nos queda más remedio que tener paciencia.

-¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los padres -dijo la Rata de Agua-. No soy madre de familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor está bien, dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más elevado. La verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro que una amistad verdadera.

-Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? -le preguntó un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca de allí, y que había oído la conversación.

-Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber -dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta la otra orilla del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus pequeños.

-¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es fiel, es porque me es fiel a mí.

-¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama plateada batiendo sus diminutas alas.

-No te entiendo -le contestó la Rata de Agua.

-Deje que te cuente un cuento sobre eso -dijo el Pnzón.

-¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a escucharlo. Me encantan los cuentos.

-Se le podría aplicar -contestó el Pinzón.

Y bajó volando del árbol y, posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el cuento del Amigo Fiel.

-Erase una vez -comenzó a decir el Pinzón- un honrado muchacho, que se llamaba Hans.

-¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata de Agua.

-No -contestó el Pinzón-. No creo que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla redonda y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando del jardín. No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían minutisas y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La aguileña y la cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la flor de lis, el narciso y la clavellina brotaban y florecían unas tras otras, según pasaban los meses, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la vista y exquisitos perfumes para el olfato.

El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero el más fiel de todos era el grandote Hugo el Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete de flores, o un puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y cerezas, si estaban maduras.

-Los amigos verdaderos deberían compartir todas las cosas -solía decir el Molinero.

Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas.

Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero nunca diera al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina almacenados en el molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero a Hans nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad.

El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy feliz; pero llegaba el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores que llevar al mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras. Y además, en invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a visitarlo.

-No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve -decía el Molinero a su mujer-. Porque, cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola y no molestarla con visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y estoy convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la primavera y después le haré una visita y podrá darme una cesta llena de prímulas, y con ello será feliz.

-Eres muy considerado con todo el mundo -le decía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que vive en una casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.

-¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a que suba a vernos? -preguntó el hijo menor del Molinero? -Si el pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le enseñaré mis conejitos blancos.

-¡Pero qué tonto eres! -exclamó el Molinero- Realmente no sé para qué te mando a la escuela, pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril de vino tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación. Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay que confundirlas. Está claro que son dos palabras diferentes y significan cosas distintas. Eso lo sabe cualquiera.

-¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza tibia-. Estoy medio amodorrada, como si estuviera en la iglesia.

-Mucha gente obra bien -prosiguió el Molinero-, pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra que es mucho más difícil hablar que obrar; aunque también es mucho más elegante.

Y se quedó mirando con severidad, por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar encima de la merienda. Pero era tan joven que hay que disculparlo.

-¿Y así acaba el cuento? -preguntó la Rata de Agua.

-Claro que no -contestó el Pirizón- Así es como empieza.

-Pues entonces no está usted al día -le dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores empiezan por el final, siguen por el principio y terminan por el medio. Así es el nuevo método. Se lo oí decir el otro día a un crítico, que ia paseando alrededor del estanque con un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en lo cierto, porque llevaba gafas azules, y era calvo, y, a cada observación que hacía el joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego que continúe usted con el cuento. Me encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en común.

-Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose ora en una patita ora en la otra-, tan pronto como acabó el invierno y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans.

-¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo su mujer-. ¡Siempre estás pensando en los demás! No te olvides de llevar la cesta grande para las flores.

Así que el Molinero sujetó las aspas del molino de viento con una gruesa cadena de hierro y bajó por la colina con la cesta en su brazo.

-Buenos días, pequeño Hans -dijo el Molinero.

-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja.

-¿Y qué tal has pasado el invierno? -dijo el Molinero.

-Bueno, la verdad es que eres muy amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó Hans. Te diré que lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy muy contento, y todas mis flores están hechas una maravilla.

-Hemos hablado muchas veces de ti este invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos qué tal te iría.
 -Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que me temía que me hubierais olvidado.

-Hans, me sorprendes -dijo el Molinero- Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso de la amistad, pero me temo que no seas capaz de entender la poesía de la vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!


-Realmente están preciosas -dijo Hans-; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero que me dé compraré otra vez mi carretilla.

-¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No mé irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más tonta!
-La verdad es que no tuve más remedio que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y no tenía dinero ni para comprar pan. Así que primero vendí la bolonadura de plata de la chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la pipa grande, y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez.
-Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte mi carretilla. No está en muy buen estado, porque le falta un lado y tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela. Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy como los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además, tengo una carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi carretilla.
-Es muy generoso por tu parte -dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía de alegría-. La puedo arreglar fáciImente, pues tengo un tablón en casa:
-¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado del granero, que tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por supuesto que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica amistad nunca se fija en cosas como ésas. Anda, haz el favor de traerla enseguida, que quiero ponerme a arreglar el granero hoy mismo.
-Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans.
Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el tablón a rastras.
-No es una tabla muy grande -dijo el Molinero mirándola-. Y me temo que, después de que haya arreglado el granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla. Claro que eso no es culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla hasta arriba.
-¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y sabía que, si la llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar su botonadura de plata.
-Bueno, en realidad –dijo el Molinero-, como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte un puñado de flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la amistad, la verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo.
-Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó el pequeño Hans , todas las flores de mi jardín están a tu disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que recuperar la botonadura de plata.
Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero.
-Adiós, pequeño Hans -le dijo el Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al hombro y la gran cesta en la mano.
-Adiós -respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar tan contento, pues estaba encantado con la carretilla.
Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la voz del Molinero, que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, cruzó corriendo el jardín y miró por encima de la tapia.
Allí estaba el Molinero con un gran saco de harina al hombro.
-Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?
-Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las enredaderas, y regar las flores y atar la hierba.
-Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por tu parte negarte a hacerme este favor.
-Oh, no digas eso -exclamó el pequeño Hans-. No querría ser egoísta por nada del mundo.
Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran saco a sus espaldas.
Hacía mucho calor, y la carretera estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su camino, y llegó al mercado. Después de un rato, vendió el saco de harina a muy buen precio y regresó a casa inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera encontrar a algún ladrón en el camino.
-Ha sido un día muy duro -se dijo Hans mientras se metía en la cama- Pero me alegro de no haber dicho que no al Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla, A la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero del saco de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la cama.
-Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No te parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo si no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir siempre lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a los demás; pero un amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no le importa causar dolor. Es más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe que está obrando bien.
-Lo siento mucho -dijo el pobre Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan cansado que quise quedarme un rato en la cama, escuchando el canto de los pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole una palmadita en la espalda-, porque, tan pronto estés vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el tejado del. granero.
El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días que no regaba las flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan amigo suyo.
-¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con voz tímida y vergonzosa.
-Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla -le contestó el Molinero-. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.
-¡De ninguna manera! -exclamó Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al granero. Allí trabajó todo el día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la obra.
-¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans? -le preguntó el Molinero con voz alegre.
-Está completamente arreglado -contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la escalera.
-¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que se hace por los demás -dijo el Molinero.
-Realmente es un privilegio oírte hablar -respondió el pequeño Hans, sentándose y enjugándose e! sudor de la frente- Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré unas ideas tan bonitas como las tuyas.
-Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas -dijo el Molinero- De momento, tienes sólo la práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría.
-¿De verdad crees que la tendré? -preguntó el pequeño Hans.
-No tengo la menor duda -contestó el Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías ir a casa a descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al monte.
El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó todo el día subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado el día.
-¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar.
Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no había manera de dedicarse a las flores, pues siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que le ayudara en el molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus flores creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de que el Molinero era su mejor amigo.
-Además -solía decir- va a darme su carretilla y eso es un acto de verdadera generosidad.
Así que el pequeño Hans seguía trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para poderlas leer por la noche, pues era un alumno muy aplicado.
Y sucedió que una noche estaba Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la puerta. Era una noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la tormenta. Pero enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros.
«Será algún pobre viajero», pensó Hans; y corrió a abrir la puerta.

Allí estaba el Molinero con un farol en una mano y un gran bastón en la otra.

-¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un grave problema. Mi hijo pequeño se ha caído de la escalera y está herido y voy en busca del médico. Pero vive tan lejos y está la noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú en mi lugar. Ya sabes que voy a darte la carretilla, así que sería justo que a cambio hicieras algo por mí.

-Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-. Considero un honor que acudas a mí. Ahora mismo me pongo en camino; pero préstame el farol, pues la noche está tan oscura que tengo miedo de que pueda caerme al canal.

-Lo siento mucho -le contestó el Molinero-, pero el farol es nuevo. Sería una gran pérdida, si le pasara algo.

-Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él -exclamó el pequeño Hans.

Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de lana bien calentito, se enrolló una bufanda al cuello y salió en busca del médico.

¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan negra, que el pobre Hans casi no podía ver; y el viento era tan fuerte, que le costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo era muy valiente, y después de haber caminado alrededor de tres horas llegó a casa del médico y llamó a la puerta.

-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio.

-Soy yo, el pequeño Hans.

-¿Y qué quieres, pequeño Hans?

-El hijo del Molinero se ha caído de una escalera, y está herido, y el Molinero dice que vaya usted enseguida.

-¡Está bien! -dijo el médico.

Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el farol, bajó las escaleras y salió al trote hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le siguió con dificultad.

Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no veía por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha del caballo. Al cabo de un rato se perdió y estuvo dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy peligroso, lleno de hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos cabreros encontraron su cuerpo flotando en una charca y se lo llevaron a casa.

Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans, porque era una persona muy conocida; y allí estaba el Molinero, presidiendo el duelo.

-Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe el sitio de honor -dijo el Molinero.

Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre envuelto en una capa negra muy larga y, de vez en cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo.

-Ha sido una gran pérdida para todos nosotros -dijo el herrero, cuando hubo terminado el entierro y todos estaban cómodamente sentados en la taberna, bebiendo ponche y comiendo pasteles.

-Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el Molinero-, porque resulta que le había hecho el favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa me estorba y está en tal mal estado, que no creo que me den nada por ella, si quiero venderla. Pero, de ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver a regalar nada. Hace uno un favor y mira cómo te lo pagan.

-¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua, después de una larga pausa.

-Luego, nada. Éste es el final -dijo el Pinzón.

-Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la Rata de Agua.

-Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy seguro -contestó el Pinzón.

-Entonces, es evidente que no tiene usted sentimientos -dijo la Rata de Agua.

-Me temo que no ha comprendido usted la moraleja del cuento -observó el Pinzón.

-¿La qué? -gritó la Rata de Agua.

-La moraleja.

-¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja!

-Pues sí -dijo el Pinzón.

-¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes de empezar. Y así me habría ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el crítico: «¡Psss!» Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.

Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!», hizo un movimiento brusco con la cola y se metió en su agujero.

-¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? -preguntó la Pata, que llegó chapoteando unos minutos después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo sentimientos maternales y no puedo ver a un solterón sin que se me salten las lágrimas.

-Siiento mucho haberle molestado -contestó el Pinzón- El hecho es que le conté un cuento con moraleja.

-Ah, pues eso es siempre muy peligroso-dijo la Pata.

Y yo estoy de acuerdo con ella